martes, 2 de junio de 2009

Desahogándonos un poco:



La puta, sí que me trae recuerdos este fragmento de la película Caballos Salvajes. Allá por 1995 estaba estudiando abogacía en la UNNE, Corrientes, y compramos con un amigo un VHS (trucho) en el mercado paraguayo de la costanera. Lo veíamos una y otra vez los fines de semana hasta que se gastó la cinta y sólo aparecían rayas en la pantalla. Ahora que puedo observarlo desde la distancia, no sé si éramos tan fanáticos por lo entretenido de la peli o por lo limitado de nuestra videoteca, jajá, o por ambas cosas quizás.
Pero de todos modos marcó una época. Y el grito de Héctor Alterio frente a la playa representaba, en aquel entonces, el alarido atravesado que teníamos todos los estudiantes que soñábamos con patear el tablero.
Una vez, un compañero de piso, un periodista correntino del interior después de uno de nuestros tradicionales encuentros en mi departamento, a los que concurrían cuanto bohemio estudiante lisonjero pisaba tierra guaraní salió al balcón y porrón en mano gritó a los cuatro vientos: “La puta, que vale la pena estar vivo”. Inmediatamente del edificio del frente una vieja regordeta con ruleros, portando un grueso cabo de escoba le replicó: “Seguí gritando así nomás y vas a ver si vale la pena estar vivo cuando te muela a palos, mocosito aña membui (…)”.
Y Cecilia Dopazo, ni hablar, todos soñaban con escaparse con ella emulando a Leo Sbaraglia y Fernán Mirás… El otro día la vi, pobrecita, como pasan los años, hoy sólo puede representar el papel de una “mula salvaje”.

sábado, 30 de mayo de 2009

Meta nomás con el humo




Esta semana, en Argentina la prensa siguió de cerca el estado de salud del popular cantante Sandro, quien debe ser sometido a un trasplante de corazón y pulmón por el enfisema que padece a causa del cigarrillo. La situación se complicó aún más, porque sufre de una infección urinaria que imposibilita la intervención quirúrgica. Trágico desenlace de una historia absurda, como la de todos los fumadores.
La verdad es que me siento un amargado escribiendo estas cosas, dando consejos como viejas regordetas en una verdulería, pero trato de rescatar algo de lo que me dejó ese maldito vicio para que sirva, al menos, para desahogarme y acelerar la desintoxicación de mi cuerpo y mente tras una década de llenarlos de humo.
Hasta hace cuatro años fumaba diariamente más de dos atados de tabaco rubio, aunque a veces lo alternaba con negro. Los distintos estados de ánimo fueron siempre una buena excusa para “fumarse un buen cigarro”.
“Nada mejor que fumarse un cigarrillo cuando uno está nervioso”, “una sequita después de comer es los más”, “el Marlboro no debe faltar en un día de aventuras” y cuando la noche pinta glamorosa lo indicado es un Parisiennes, el típico gusto francés.
Todo va bien los primeros años, hasta que comenzamos a notar que el humo se apodera de nuestras vidas, que nada es igual si no está acompañado de una bocanada tóxica, ni siquiera hacer el amor. Socialmente, vamos quedando excluidos, hasta que quedamos solos con ese cilindro nicotinoso y nos conformamos diciendo: “Vos sí que sos mi mejor amigo, el que me acompaña en todo momento”. Y no nos equivocamos cuando hacemos tal afirmación, puesto que seguramente estará en el momento de nuestra expiración.
Además del espantoso olor que emana el fumador (con el que podría pasar desapercibido en medio de una multitud de zorrinos) que sólo comenzamos a percibir cuando recuperamos el olfato, empezamos a sentir con los años dificultades para respirar, una tos “sin ton ni son”, fatiga, ansiedad, sofocones, un cierto grado de arritmia cardiaca, depresión y perdemos tanto peso, que quedamos flacos como perro de indio.
La desesperación del ahogamiento, el profundo dolor en el pecho, el hedor del cuerpo semidescompuesto, el amargo sabor de la nicotina brotando de la boca que tiene que soportar el fumador en su agonía es prácticamente nada, en comparación con la angustia de saber que deja este mundo a causa de su imbecilidad, con pena y sin gloria, en la tristeza de una fría e impersonal sala de hospital.

viernes, 29 de mayo de 2009

Rara profesión




La verdad, es que cada vez resulta más difícil escribir de día. Además, la noche tiene su magia, sobre todo porque nadie “jode” y sepan disculpar la expresión, pero no existe otro vocablo que pinte de cuerpo entero las deliberadas obstrucciones a nuestros impulsos creativos, pergeñadas por nuestro entorno, sea cual fuere.
Y estoy hablando de crear en su sentido más simple: crear una dirección de correo electrónico, un blog, un nick, un barquito con el envoltorio de un chocolate, la palomita de la paz de un solo trazo (a no, ese dibujo creo que ya tiene dueño, jaja), etcétera. En síntesis, dar rienda suelta a nuestra imaginación así sea al reverendo botón, actitud que nos hace sentir muchas veces dueños de nuestro tiempo, ricos e inmutables, aunque sea por un rato, hasta que el sol asome nuevamente por la ventana y nos aclare de un cachetazo que nuestro tiempo no es tan nuestro, que somos pobres y vulnerables.
El bullicioso trajinar diario del que somos coprotagonistas por el solo hecho de andar de aquí para allá en el infructuoso intento de ganarnos un mango, termina por apabullarnos a nosotros mismos, que encontramos refugio en la profundidad de las noches, apacibles, reflexivas, en las que el sabor de un buen whisky sabe mejor, diría mi amigo Moisés.
Es así, que a partir de la fecha voy a intentar describir diariamente la complejidad del hombre simple, cuya realidad se asemeja en todos los países latinoamericanos en los que la noche cobra un gran significado.